Bolívar y Chávez: un camino en dos tiempos
No son figuras sepultadas por el pasado: son presencias vivas que la historia no ha podido enterrar. Bolívar y Chávez no encarnan una nostalgia, sino una afirmación de lo que está por venir. No representan una memoria clausurada, sino una tarea aún pendiente. Su legado no es un monumento inmóvil, sino una voluntad que sigue en movimiento.
Ambos representan mucho más que trayectorias personales: son la encarnación de una lucha inconclusa entre la dominación y la emancipación, entre el poder de las castas y la dignidad de los pueblos. Uno, nacido en el seno de la aristocracia colonial, rompió con su clase para entregarse a la causa del pueblo; el otro, surgido del barro del llano, ascendió desde las entrañas populares para desafiar al nuevo orden imperial. Dos siglos los separan, pero una misma lógica histórica los enlaza: el rechazo radical al orden opresor y la apuesta inquebrantable por una transformación profunda.
En Bolívar y Chávez se manifiesta una dialéctica viviente: la historia no como sucesión de fechas, sino como continuidad de las luchas de los oprimidos. Sus vidas no se comprenden por la linealidad de los hechos, sino por la coherencia de sus rupturas. Bolívar, forjador de repúblicas; Chávez, refundador de la soberanía. Bolívar, quien enfrentó imperios; Chávez, quien desenmascaró al nuevo imperialismo disfrazado de democracia. Ambos empuñaron la palabra como arma y el arma como palabra.
Nacieron en el mismo mes de julio: uno el 24, el otro el 28. A primera vista, una coincidencia trivial; en el fondo, una de esas señales que la historia reserva a quienes saben leerla.
Exactamente dos siglos los separan. Y cuando se cumplían doscientos años de las gestas libertadoras, Chávez irrumpe en la escena política. No fue casualidad: fue la manifestación de una necesidad histórica. El bolivarianismo dejaba de ser evocación romántica para convertirse en programa político del siglo XXI.
Chávez no imitó a Bolívar: lo interrogó, lo reencarnó, lo proyectó. Su bolivarianismo no fue
arqueología, sino horizonte. No hizo de Bolívar un símbolo muerto, sino un método vivo.
Bolívar fue el inicio; Chávez, su continuación orgánica, histórica y estructural. La lucha por la independencia, en Chávez, asumió una nueva dimensión: no se trataba ya solo de liberar territorios, sino de emancipar conciencias, democratizar la vida y refundar la República.
Las infancias, como los orígenes de clase, no determinan, pero marcan. Bolívar nació entre mármoles y silencios. Huérfano, creció encerrado en casas de criollos ricos, cuidado por
tutores más atentos a su herencia que a su espíritu. Pero no fueron sus iguales quienes le prodigaron ternura, sino Hipólita y Matea, dos mujeres esclavizadas que lo amaron con más humanidad que sus propios parientes. En sus brazos encontró el consuelo que la aristocracia le negó. Esa contradicción lo acompañó siempre: un amo formado por esclavas.
Chávez, en cambio, emergió desde lo más profundo de la Venezuela popular. Su infancia fue barro, lluvia, pelota de béisbol y escuela rural. Nada le fue regalado: todo fue ganado. Sus padres eran maestros; su casa, de palma; su ternura, la de la abuela Rosines. De esa raíz humilde y luminosa nació un joven que jamás renegó de su origen. Lo proclamó con orgullo: “Si volviera a nacer —dijo una vez—, le pediría a Dios volver al mismo lugar, a la misma casa de palma, con el mismo piso de tierra”.
Ambos fueron genios precoces, subestimados por las élites de su tiempo. Ambos enfrentaron un mundo que no les dio tregua. Bolívar, inquieto e indomable, tuvo una educación fragmentaria: pasó por las manos de Andrés Bello, Simón Rodríguez y el Marqués de Uztáriz. A Bello lo respetó; con Rodríguez se hermanó.
A éste último le escribió, décadas más tarde: “¿Se acuerda usted del Monte Sacro? Allí juramos liberar la patria”. Aquel juramento lo arrancó de la frivolidad y lo lanzó a la historia.
Chávez, por su parte, soñaba con ser pelotero. Entró a la Academia Militar en busca de un guante, y encontró una espada. Allí descubrió a Bolívar, lo leyó, lo estudió, lo predicó. A caballo, en los campos de instrucción, arengaba a sus compañeros evocando las campañas del Libertador. Para él, Bolívar no era un busto de bronce: era estrategia, era combate, era doctrina viva.
Así como Bolívar regresó de Europa para encender la llama de la independencia, Chávez salió de la Academia para encender una nueva rebelión.
Bolívar forjó la Primera y la Segunda República. En la primera, se estrenó como líder civil y militar; en la segunda, sufrió la más amarga derrota, exiliado por un pueblo que aún no había sido convocado a la revolución. Desde el destierro en Cartagena alzó su voz; desde Jamaica reflexionó sobre el destino de América. Nunca abandonó su juramento. Emprendió la Campaña Admirable, fue nombrado Libertador y proclamó la Guerra a Muerte para comprometer moralmente al pueblo en la causa emancipadora. Sin embargo, un huracán popular conducido por Boves, caudillo de los excluidos, barrió con sus avances. Las repúblicas fueron efímeras, pero sembraron la semilla.
Chávez fundó el MBR-200, un movimiento de oficiales formados en la doctrina bolivariana, comprometidos con la ética, la historia y el pueblo. Durante años tejió una red de conciencia en los cuarteles. El 27 de febrero de 1989, el pueblo venezolano —como en 1814— se levantó contra un sistema que ya no ofrecía ni dignidad ni esperanza. Ese día cayó el velo de la democracia representativa. El pueblo despertó, y el pueblo militar encontró en Bolívar y el MBR-200 la vía para recuperar la patria.
Ambos sabían que el orden vigente era injusto. Y ambos decidieron quebrarlo.
En medio de la derrota, Bolívar encontró respuestas que despejaron el camino hacia la victoria. Esas respuestas vinieron de Haití, de la República fundada por antiguos esclavos que, alzados con machetes, habían vencido al ejército más poderoso de la época. Alexandre Pétion le ofreció recursos, pero lo fundamental fue la revelación de un modelo revolucionario en el que la igualdad, la libertad y la propiedad de la tierra eran la columna vertebral. Allí, en la revolución haitiana, Bolívar comprendió que el motor del cambio eran los más humildes cuando hacen suyas las banderas de la justicia.
Bolívar murió sin patria. Traicionado, aislado, escupido por la oligarquía que había liberado.
Chávez partió rodeado de su pueblo, pero consciente de que su revolución seguía siendo
una obra inconclusa. Bolívar dejó la idea de la Patria Grande; Chávez la convirtió en proyecto político con el ALBA, con UNASUR, con CELAC. Bolívar soñó la unión; Chávez la intentó organizar.
Por eso Bolívar y Chávez no son el pasado: son el camino. No son historia cerrada: son horizonte abierto. En sus vidas se condensa la gran contradicción latinoamericana: ¿seguir sometidos o alzarse por la dignidad?
Ellos eligieron alzarse.
A nosotros nos toca no fallarles.
Comentarios
Publicar un comentario